Aquí va un precioso poema Miguel de Unamuno, pero antes quería comentarte algunas reflexiones.
Este poema lo hago de alguna manera extensible a todos ellos. Estos sabios que
“Cuando no nació el hombre verdecían mirando al cielo”.
En ellos nos apoyamos cuando estamos esperando a alguien, comemos sus frutos, nos procuran buenas siestas y un paseo por el bosque nos calma la mente y nos levanta el ánimo.
¡¡ Estos maestros son pura medicina que permiten que respiremos¡¡
Pero ¿Cómo nos relacionamos con ellos?
Da igual si vives en la naturaleza o en la ciudad.
Cuando se vive en la ciudad, no nos percatamos de su presencia, forman parte del mobiliario urbano cómo podría ser una farola.
Y puede ser de otra manera…
Están ahí, bellos, inmóviles, su sola presencia nos está conectando con madre tierra, limpiando el aire que respiramos y no dejamos de contaminar. Nos están recordando que la tierra que pisamos debe ser respetada, que debemos ser agradecidos con nuestra casa, que la tierra es nuestro verdadero hogar y como tal debemos tratarla.
Si conseguimos darnos cuenta de esto, igual nos detendríamos a mirarlos, a dedicarles nuestra atención y agradecerles su presencia en un lugar tan inhóspito para ellos.
¡¡¡Vivamos donde vivamos recordémoslo¡¡¡
El mar de encinas
Miguel de Unamuno
En este mar de encinas castellano
los siglos resbalaron con sosiego
lejos de las tormentas de la historia,
lejos del sueño
que a otras tierras la vida sacudiera;
sobre este mar de encinas tiende el cielo
su paz engendradora de reposo,
su paz sin tedio.
Sobre este mar que guarda en sus entrañas
de toda tradición el manadero
esperan una voz de hondo conjuro
largos silencios.
Cuando desuella estío la llanura
cuando la pela el riguroso invierno,
brinda al azul el piélago de encinas
su verde viejo.
Como los días, van sus recias hojas
rodando una tras otra al pudridero,
y siempre verde el mar, de lo divino
nos es espejo.
Su perenne verdura es de la infancia
de nuestra tierra, vieja ya, recuerdo,
de aquella edad en que esperando al hombre
se henchía el seno
de regalados frutos. Es su calma
manantial de esperanza eterna eterno.
Cuando aún no nació el hombre él verdecía
mirando al cielo,
y le acompaña su verdura grave
tal vez hasta dejarle en el lindero
en que, roto ya el viejo, nazca al día
un hombre nuevo.
Es su verdura flor de las entrañas
de esta rocosa tierra, toda hueso,
es flor de piedra su verdor perenne
pardo y austero.
Es, todo corazón, la noble encina
floración secular del noble suelo
que, todo corazón de firme roca,
brotó del fuego
de las entrañas de la madre tierra.
Lustrales aguas le han lavado el pecho
que hacia el desnudo cielo alza desnudo
su verde vello.
Y no palpita, aguarda en un respiro
de la bóveda toda el fuerte beso,
a que el cielo y la tierra se confundan
en lazo eterno.
Aguarda el día del supremo abrazo
con un respiro poderoso y quieto
mientras, pasando, mensajeras nubes
templan su anhelo.
En este mar de encinas castellano
vestido de su pardo verde viejo
que no deja, del pueblo a que cobija
místico espejo.